Las diferencias étnicas, religiosas, físicas o sociales han sido las excusas para que gobiernos, instituciones y empresas discriminen a personas, impidiéndoles participar en una actividad económica en paridad de condiciones a otros grupos sociales.
La consolidación de los derechos humanos y la igualdad de las personas es una de las conquistas más importantes que las sociedades han logrado a partir del siglo XX. Es cierto que todavía hay muchos derechos y garantías que falta materializar en la práctica quedando reducidas a un enunciado formal. Sin embargo, esto no implica que no se esté avanzando en la dirección correcta. En gran parte del mundo existen muestras palpables que la discriminación por género, religión, nacionalidad, raza o ideología es más rechazada por las nuevas generaciones, sancionada por los gobiernos y denunciada ante los organismos internacionales.
El avance social y jurídico destinado a desarrollar políticas de integración e igualdad de derechos entre las personas es constante a pesar de la resistencia de algunas comunidades que se aferran fanáticamente a arcaicos dogmas religiosos o culturales. En gran parte del mundo –a medida que la globalización y los medios de comunicación se expanden– la discriminación ha dejado de ser un flagelo social como ocurrió durante siglos. Sin embargo, hay que reconocer que todavía existen grupos sociales, intelectuales y partidos políticos que promueven la xenofobia, la persecución religiosa, la división social en castas, la marginación educativa, la desigualdad de género, la homofobia y otras formas repudiables de discriminación que impiden que la igualdad de derechos sea plena para todos los integrantes de una sociedad.
Cualquiera puede comprobar que todavía hay muchos países en proceso de desarrollo que no han dejado atrás conductas abusivas y discriminatorias que impiden una igualdad social plena. También es cierto que en algunos países democráticos y desarrollados aún prevalece –aunque en menor escala– la intolerancia y la discriminación hacia grupos sociales o personas. Sin embargo, aunque todavía subsistan esas conductas discriminatorias existe un amplio consenso en las nuevas generaciones y en la mayoría de los gobiernos que deben ser erradicadas y eliminadas.
En los ámbitos económicos la discriminación también ha estado presente en buena parte de la historia de la humanidad. Las diferencias étnicas, la religión o la clase social han sido las excusas habituales para que gobiernos, instituciones y empresas discriminen o segreguen a determinadas personas impidiéndoles participar en una actividad económica en paridad de condiciones a otros grupos sociales. Esa discriminación no solo se ha manifestado cancelando la posibilidad de trabajar o comerciar sino que se ha visto reflejada en la cancelación de múltiples derechos, la esclavitud, la explotación laboral, los bajos salarios, la desigual distribución de riqueza, la confiscación de bienes, la prohibición de manifestar un reclamo o negando el acceso a una parcela de tierra para producir.
Si bien en la actualidad –como se ha expresado– esos niveles de segregación, abusos y desigualdad en los ámbitos económicos se han reducido de manera considerable y no existen instituciones tan aberrantes como la esclavitud o la explotación de niños, todavía prevalecen conductas públicas y privadas que a través de acciones discriminatorias afectan económicamente a muchos sectores de la población.
En lo que se refiere expresamente a las organizaciones empresariales que predominan en los países desarrollados es evidente que el desarrollo social, gremial, político y jurídico –en favor de la igualdad, la libertad y la democracia– han puesto un importante freno a la exclusión, el abuso y la discriminación tanto en el ámbito laboral como empresarial. Sin que haya desaparecido por completo, es indudable que las políticas públicas han incidido para que disminuya la discriminación económica en función del género, condición sexual, incapacidades físicas, nacionalidad, raza, religión o clase social. Sin embargo –como se puede apreciar actualmente en Europa a partir de las corrientes migratorias de África y Asia– no se puede desconocer que en el ámbito económico –laboral y empresarial– todavía siguen existiendo actitudes personales e institucionales que reflejan diferentes formas de discriminación hacia los empleados, proveedores y clientes.
En muchas empresas de países desarrollados y en vías de serlo todavía es frecuente que algunos directivos implementen algún tipo de discriminación aunque no lo manifiesten de manera abierta y pública para evitar el castigo social y jurídico. Ocultan sus conductas discriminatorias detrás de falsos discursos de imparcialidad e igualdad mientras practican una solapada exclusión de ciertos empleados por condición sexual, género, color de piel, clase social, antecedentes académicos o nacionalidad.
Esas conductas discriminatorias que prevalecen en muchas empresas suelen ser consecuencia de la personalidad del empresario o resultado de políticas institucionales. Si bien ambas son negativas, es peor la discriminación institucional porque forma parte de la política formal de la empresa. En este caso la discriminación no es consecuencia de un capricho o un brote psicótico de un directivo sino que es una política empresarial que formalmente se aplica más allá de quién sea el responsable de la gestión.
Mientras la discriminación personal que realizan algunos empresarios puede ser consecuencia de mandatos familiares, pertenencia social, formación ideológica, fobias, ortodoxia religiosa o alteraciones psicológicas que desaparecen cuando el empresario deja de gestionar, la discriminación institucional se mantiene en el tiempo y no es afectada por la alternancia de sus directivos.
Si bien la mayoría de las políticas y acciones discriminatorias a nivel institucional no están expuestas de manera explícita en los Manuales de Recursos Humanos –para no ser cuestionadas– suelen existir de manera disimulada dentro de muchas organizaciones. La discriminación institucional generalmente se desarrolla en forma solapada para no generar denuncias o sanciones legales. Detrás de justificativos aparentemente objetivos, como la falta de vacantes, razones presupuestarias, movilidad laboral o reestructuración empresarial, se excluyen a determinadas personas, clientes o proveedores.
Las políticas discriminatorias institucionales se pueden observar en las organizaciones corporativas que no promueven a las mujeres a posiciones jerárquicas estableciendo el llamado techo de cristal para impedir sus ascensos. También se observa hacia los empleados mayores de 40 años por considerar que su vida útil ha llegado a su fin por lo cual se los despiden o se cancela su promoción. También la discriminación se suele percibir hacia las mujeres que se embarazan; hacia los empleados que no tienen títulos profesionales de Universidades prestigiosas; y hacia los que manifiestan públicamente un pensamiento ideológico contrario a los directivos.
Los extranjeros ocupan un lugar especial en las políticas discriminatorias institucionales dentro de las empresas ya que son los que más la sufren. La discriminación hacia los extranjeros –en especial con otra cultura, color de tez o religión– se manifiesta en ofrecimiento de empleos de menor jerarquía y que normalmente los nacionales no quieren realizar porque demandan más trabajo y bajos salarios. Lo habitual es que a los extranjeros no se le reconozcan ciertos derechos que tienen los nacionales, se les exija mayores obligaciones, se le paguen salarios inferiores y les pongan trabas para legalizar su relación laboral.
Un gestor de empresa debe ser respetuoso de los derechos humanos, sindicales y sociales que corresponden a sus empleados. No puede guiar la selección del personal, contratar colaboradores o promocionar a sus empleados bajo parámetros vinculados con la raza, el credo o la condición social. Una organización empresarial sólo debe tener como norte la eficiencia y el mérito de sus empleados para integrarlos y promoverlos. Lo relevante es la capacidad e idoneidad que tenga la gente para cumplir eficientemente sus actividades. De ninguna manera un empleado puede ser valorado o descalificado por su color de piel o nacionalidad.
Los directivos de una empresa deben contratar a sus empleados de acuerdo a la capacidad profesional y los deben promover de acuerdo al compromiso con sus actividades. Debe reconocer el mérito de aquellos que se esfuerzan y realizan aportes para el crecimiento de la empresa. Ese reconocimiento es el patrón que deben seguir para ascender o dar bonificaciones a sus empleados, sin que esto implique acto discriminatorio hacia aquellos que no tienen méritos ni se esfuerzan como sostienen muchos sindicalistas e intelectuales.
La meritocracia considera que todas las personas son iguales ante la ley y deben ser tratadas como iguales con respecto a sus derechos y obligaciones. Además, sostiene que todos deben tener iguales oportunidades para acceder a un puesto de trabajo, ascender o emprender una actividad económica. Sin embargo, la meritocracia también reconoce que algunas personas se esfuerzan en superarse en lo personal y en lo laboral generando mejores resultados que los que no tienen voluntad de superación.
La meritocracia no sólo estimula el reconocimiento al mérito sino que sostiene que debe ser premiado para que sea un estímulo de superación para quien se esfuerza. Este reconocimiento no es considerado como un acto discriminatorio hacia quienes no hacen nada, no se esfuerzan, no producen, no trabajan ni colaboran con el crecimiento de la empresa.
Reconocer y premiar al mérito no es discriminatorio. El reconocimiento al talento, al esfuerzo, la creatividad o la voluntad de superación no es un acto discriminatorio con respecto a los que no se esfuerzan. El reconocimiento al mérito no está sustentado en condición social, física, ideológica o religiosa. El mérito no tiene raza, sexo o edad. El reconocimiento al mérito permite el progreso y la superación de las personas mientras que la discriminación cancela toda posibilidad de superación y progreso.
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